La ciencia llamada básica o fundamental ha debido siempre enfrentarse a un problema de financiación a lo largo de todos los momentos de su historia. Ya Aristóteles decía que el filósofo, esto es, la persona que ama la sabiduría y el conocimiento, debía tener una posición económica acomodada y no tener que implicarse en asuntos mundanos (como por ejemplo, preocuparse por conseguir dinero para pagar la hipoteca) para poder dedicarse en total libertad a sus investigaciones filosóficas especulativas. Siendo esta una loable intención, en la práctica los conceptos de científico y de solidez económica no han estado precisamente muy unidos. Durante siglos solo las personas con otras fuentes de ingresos, bien propios o bien gracias a algún mecenas, se podían dedicar a la investigación filosófica y científica. En Europa no fue hasta la creación de las Universidades en la Edad Media (donde se pusieron los fundamentos de la ciencia moderna) que en cierta medida se empezó a institucionalizar y reconocer el trabajo científico, y ofrecer un lugar donde la experiencia científica se podía practicar con continuidad.
El prestigio y los éxitos a los que llevó la ciencia a la sociedad, especialmente a partir de la revolución científica newtoniana y sus posteriores consecuencias tecnológicas de la revolución industrial, motivaron la inversión en investigación científica, tanto a nivel estatal como mediante la iniciativa privada. Sin embargo, para la ciencia considerada fundamental, por lo general la financiación de reduce a aquella que proveen las diferentes agencias de financiación estatales. Por ello cada cierto tiempo aparece la pregunta de por que debemos financiar la ciencia básica, es decir, que es lo que obtiene la sociedad como fruto del trabajo científico. Algunos científicos se muestran convencidos que el puro conocimiento de la realidad es un bien enorme para la sociedad, y que no hay que justificar más el trabajo científico. Otros responsables de política científica (que por alguna razón tienen a ocupar estos puestos con más frecuencia que en el caso anterior) tienden a enfatizar los aspectos benéficos de la ciencia para la sociedad, en términos de spin-offs, productos derivados de la ciencia básica.
Dejemos en primer lugar muy claro un punto crucial: la ciencia fundamental no se distigue de lo que podría llamarse ciencia aplicada en que no produce conocimientos que se puedan traducir en aplicaciones prácticas y por la tanto en obtener retorno económico, sino en que este último objetivo no es la prioridad de la investigación científica fundamental. Pero sin embargo, son los descubrimientos más inesperados, los que nunca han formado parte de ningún programa de investigación financiado por burócratas, los que han llevado a las aplicaciones prácticas más importantes, que han cambiado completamente nuestra civilización.
Hagamos una pequeña enumeración. El estudio de los fenómenos electricos en el siglo XIX por Faraday, Maxwell y muchos otros fue considerado por muchos de sus contemporaneos como algo completamente espúreo, sin interés ni aplicación ninguna. Es completamente innecesario recordar la esencial importancia de la electricidad en nuestra civilización. La mecànica cuántica, la rama de la física que estudia las escalas más pequeñas, surgió a partir del intento de Plack de explicar una oscura inconsistencia entre la teoría clásica y un peculiar experimento, la radiación del cuerpo negro. Hoy en día al menos un cuarto del PIB de los E.E.U.U. se basa directa o indirectamente en productos basados en la mecánica cuántica (como por ejemplo toda la industria de circuitos semiconductores). La misma mecánica cuántica que llevó a algunos pioneros como el español Ignacio Cirac a pensar en utilizar algunas de sus sorprendentes propiedades, como la de que los estados cuánticos son en realidad superposición de estados clásicos, para sugerir un nuevo modelo de computación cuántica, que de ser realizable cambiaría de manera radical la potencia de nuestros ordenadores (y por ello entre las muchas agencias que financian investigaciones en computación cuántica se encuentran también muchos ejércitos nacionales).
El fenómeno de Internet, a la que hoy en día estamos tan acostumbrados y muchos enganchados, se originó hace unos 15-20 años en el CERN, el centro europeo de física de partículas donde yo acostumbro a ir por trabajo, con la humilde idea de facilitar los constantes intercambios entre colaboradores científicos. El estudio de las extrañas propiedades radioactivas de algunos materiales en el laboratorio del matrimonio Curie en París fue el punto de partida que llevó en pocos años al descubrimiento de la energía nuclear, una fuente de energía no contaminante que muchos postulan hoy en día para combatir el cambio climático. Finalmente, el premio Nobel 2007 se concedió al descubrimiento de la magnetoresistencia gigante, un mecanismo magnético de la nanoescala que permitirá en pocos años, si no ya mismo, disponer de discos duros con varias veces las capacidades actuales.
Aún cuando ciertamente el importante que los científicos intentemos extraer de nuestro trabajo el mayor bien posible para la sociedad, y que la labor científica se debe evaluar con todo el rigor posible para asegurarse que el dinero que la sociedad invierte está bien empleado, debemos remarcar un punto importante: los más sorprendente, los descubrimientos que más han cambiado la historia, jamás han formado parte de un plan de trabajo, sino que han surgido del encuentro sin prejuicios de la razón humana impactada por la realidad. Cualquier política científica que no tenga en cuenta este factor de la dinámica del conocimento humano no solo será ineficiente para cualquier tipo de ciencia que no sea una mera copia de lo ya existente, sino que no ayudará a crear una auténtica cultura científica en la sociedad. Es nuestro trabajo, el de todos los científicos, transmitir a la sociedad lo apasionante del descubrimiento científico, de como la ciencia nace de lo más profundo de las aspiraciones del corazón humano.
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